Regreso a nuestros dominios después de una larga ausencia (espero que no se "vuelva a repetir otra vez de nuevo", entiéndase la anterior expresión como voluntariamente errada, según los cánones de la lengua castellana).
Luego culminar con la escritura de lo que van a leer, me llegó a la memoria aquella estrofa popularizada por el Gran Combo de Puerto Rico, composición del boricua Perín Vásquez y que proviene de la canción titulada El negrito:
Este mundo no es para quedarse,
pero es que no hay otro mejor para mudarse.
El siguiente relato, como se usa con frecuencia en las audiovisuales, es producto de la ficción, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Sin más preámbulos:
A la espera de un milagro
Se despertó y las gotas de sudor flotaban en el aire como sueños dispersos, como el que había acabado de tener: siempre ubicado en el condado de Brevard, en una casa por aquella época alejada de las otras, antes de que el crecimiento de Frankland Park la juntase con las demás. La casa familiar localizada sobre un pequeño montículo, luego se dio cuenta de que esa protuberancia fue creada artificialmente, permitía ver mejor el cielo y a su vez el techo de las otras casas más alejadas. En el sueño, aquellas viviendas tenían el techo cubierto de las ocres hojas muertas del otoño. Pareciera que mientras más lejos se encuentra la infancia en el tiempo y en el espacio, más cerca estaba de los recuerdos.
Podía ver el cielo, eso era lo más importante, sobre todo el cielo nocturno. Desde chico siempre quiso ser astronauta, ahora que lo pensaba, ese era un tópico de infancia para la época. Aunque también era cierto que muchos niños luego cambiaban de idea, o la vida o el destino o las miserias o las responsabilidades se la hacían cambiar. Pero ese no fue su caso. Cuando había algún lanzamiento desde Cabo Cañaveral, podía ver el penacho gaseoso invertido, ahora sabe que está compuesto de hidrógeno y oxígeno, que luego hacía propulsar los cohetes a las honduras del espacio. Luego del penacho, centésimas de segundo después, podía sentir el trueno del motor de reacción. Con cada misión espacial despegaban sus sueños y ese chorro de agua y vapor se hacía tan largo como su deseo de surcar el espacio.
Y lo fue, lo consiguió, allí estaba. En la Estación Espacial Planetaria o lo que quedaba de ella, estaban él y Sofía Méndez. Él, leyendo a Arthur C. Clarke, Philip K. Dick, Scott Card, Úrsula K. Le Guin o Stanisław Lem, todos esos que le dieron de comer a sus quimeras, sobre todo C. Clarke; Ella, jugando solitario como casi todos los días. Él, soñando con la tierra, con su pueblo, ese en el que no sucedía nada, salvo alguna pelea de borrachos casi siempre iniciada por su padre «Alto» Jones, que cuando se pasaba de copas regresaba a sus años de frustrado boxeador aficionado; Ella, mirando la foto de su familia y con la esperanza de verlos de nuevo, pues ya llevaban seis meses en el espacio.
Allí estaba el retoño Jones, tres veces casado, tres veces divorciado y con tres hijos de madres distintas, hijos que a veces se juntaban en un mismo fin de semana en su casa de Fairfax, haciendo de sus días una pesadilla y recordándole, a pesar de que los quería a su manera, que había metido la pata, tres veces, por tener que vérselas con sus madres.
El mejor lugar del universo era este: lejos del planeta tierra, soñando con su pueblo de infancia, con el mismo pueblo en el que fantaseaba con ser astronauta, solo con ese pueblo del pasado, no con el de ahora, en donde ni siquiera había rastros de su familia.
Tiene la mejor vista desde su ventana: un planeta desde lejos azul y apacible, en el que nadie imaginaría guerras y dolor, o cataclismos y pandemias y mucha desdicha adobada de codicia, lo cual daba como resultado pobreza y hambre. Pero también había un planeta azul de sueños conseguidos y rotos, belleza y bondad, música y risas.
Allí estaba él, Robert Jones, el primer astronauta del condado Brevard, el primer profesional de la familia y el primero de la familia dejado en una estación espacial hasta una fecha incierta, porque al decir de su país, había alerta máxima de ataque nuclear, todos los recursos disponibles estaban dirigidos hacia esta amenaza, luego habría tiempo para rescatar a la mexicana Méndez y a él. Podían aguantar seis meses más en el espacio, como mínimo. Su compañera se encontraba a la espera de que una nueva guerra no iniciara, ese era su milagro. Pero Robert Jones quería otro.
(2024)
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